Sin proponérmelo, casi sin darme cuenta, vuelvo una y otra vez a las narrativas de mi infancia. A mis historias infantiles. Como si, al escribirlas, quisiera también recuperar algo, o recordar algo, o simplemente regresar a ese espacio tan blanco del cual fui desterrado. Toda infancia tiene sus puertas de salida. En toda infancia hay momentos a veces magnánimos, a veces prolijos, a veces breves y volátiles que son como pórticos hacia la grandeza del futuro. Los atravesamos con pasos inocentes, llenos de ímpetu y curiosidad, sin entonces lograr comprender, por supuesto, que esos precarios pasos son irrevocables, que no tienen marcha atrás. A veces pienso que por eso escribo. Para intentar regresar a la ilusoria y frágil pureza de mi niñez, en la Guatemala de los turbulentos años setenta. Para meter el plumón en la tinta de mi memoria infantil hasta encontrar allí los momentos que fueron mis puertas de salida. Para volver sobre mis pasos de niño y caminar nuevamente en aquellos pórticos y quizás así, ahora, en un puñado de páginas, y a través del prisma nebuloso de la memoria y la ficción, recuperar destellos de un paraíso perdido.